sábado, 2 de octubre de 2010

(8)


Su rostro mudó en un estallido de nanosegundos compactos, dejando un rastro pálido en sus labios.
Nadie a su alrededor podía comprender qué estaba pasando.
Le asustaba la coincidencia de su aliento; el olor de la felicidad encerrada en el pretérito le traía el recuerdo terrible de su debilidad.

Se había vuelto a abrir la cicatriz.

Volvió a casa de la mano de su propia cobardía, sintiendo por primera vez el peso del alcohol en el estómago. Los oídos le taladraban la garganta, suplicando un respetuoso hálito de aire fresco.


Al sentarse en la oscura habitación se retractó la tensión, acallando al momento aquel acceso absurdo de incompetencia.

Y se dejó llevar por Él.
El verdadero amor de su vida, su pasión adolescente, sus lágrimas y su éxtasis, la impotencia al no poder alcanzar la cúspide que le ofrecían las octavas.

Pisó fuerte, optó por desatarse, y Él le tendió las cuerdas, le dispuso los semitonos y le pidió a grito de escala un poco más. Siempre le pedía un poco más.

Sabía que no podría deshacerse de aquel amor odioso y melancólico. Aunque pudiese... no quería. Si acaso le fallasen las manos, si por un momento no hubiese opción de arrancar una sola melodía... entonces su vida carecería completamente de sentido.

Se decía esto con la mano adaptada a Su forma. Él no dijo nada.
Puso el oído derecho junto a la caja, y escuchó latir aquel corazón de madera y metal.




Casi imperceptible. Eterno.



Como la vida misma.


(8)-----------> Prelude 4# in E minor, op. 28/4 - Frederic Chopin.

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